Carlos Peña: “No creo haberme equivocado absolutamente en nada”

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02/01/2020 FOTOGRAFIAS A CARLOS PEÑA Mario Tellez/La Tercera

Carlos Peña: “No creo haberme equivocado absolutamente en nada”

Muchos «intelectuales con discursos de matinal», rendidos ante la posibilidad de repudio de las redes sociales, dice que ha visto el rector Peña durante los días de estallido. En esta entrevista, repasa su polémico diagnóstico y dice que el Presidente «ha consentido una gigantesca pérdida de poder, trasladando la iniciativa y el centro del régimen político al Congreso».

Después de casi 80 días con los jóvenes en la Plaza Italia, ¿cuál es su reflexión?

Carlos Peña se ríe. Y responde:

-Bueno, no es tan distinta a la que formulé en un comienzo.

De la que habla el columnista de El Mercurio y rector de la UDP -que lanzará un libro sobre el tema en marzo- es de aquella que sostiene que estamos frente a un fenómeno de anomia generacional encarnado en los jóvenes, el cual cataliza las frustraciones soterradas de la sociedad. Una tensión producto de la modernización capitalista del país, que detrás de máquinas, consumo y bienestar arrastra una extrema racionalización de la vida, pero además un fuerte impulso cultural que lleva a que las personas elijan cómo quieran vivir y quiénes quieren ser. Pero chocan con la realidad que se los impide. Y ahí viene la frustración. Y el estallido.

Es probable que Peña nunca haya sido tan resistido como en esta pasada. Su diagnóstico enfocado en los jóvenes -“las nuevas generaciones están huérfanas de orientación” y así “presas de sus pulsiones”, escribió el 20 de octubre- le valió hasta un encontrón con 240 académicos de su universidad, quienes expresaron su preocupación por la forma en que la tesis de Peña columnista impactarían en Peña rector.

– Me parece que es un retrato bastante fidedigno de lo que es la sociedad chilena. Es decir, son los problemas propios de una modernización rápida: identidades múltiples, temores de los más viejos a la enfermedad y la vejez, miedo de los grupos medios a que el bienestar se venga abajo. Y no soy capaz de explicar por qué la gente no lo vio inicialmente. Cuando yo lo diagnostiqué, se vio de mi parte una especie de rechazo a las culturas juveniles. No había nada de eso, sino un diagnóstico tan elemental como que tenemos una generación, la más educada de la historia, que, sin embargo, está experimentando una falta de orientación normativa de los propios impulsos.

¿Y eso cómo se resuelve?

No se resuelve. La modernidad es una época ambigua, es una dialéctica permanente de progreso y desilusión. Y ahí es que la política es importante, porque tiene por objeto contener esa desilusión.

¿Y qué rol cumplen las universidades frente a esta anomia juvenil?

A la universidad no hay que pedirle más de lo que son; instituciones de educación superior donde se transmite el saber acumulado en la cultura de nuestro tiempo y las destrezas necesarias para desplegarlo. A diferencia del sistema escolar, su quehacer es muy distinto, porque mientras el escolar modela el alma de las personas, la universidad no tiene esa tarea. La universidad no forma a las personas. Esta idea de que porque la universidad es una institución de educación superior tiene por objeto orientar normativamente la conducta juvenil, a mí me parece una demanda excesiva.

¿Y en los colegios sí?

Sin ninguna duda. El sistema escolar aparece a fines del siglo XVIII, con la idea de poner a todos los niños en una escuela con rutina preestablecida hasta que aprendan, sacándolos de la incondicionalidad del hogar. En el colegio la gente vale por lo que es capaz de esforzarse o por la capacidad que tenga de contener sus propias emociones. En la casa, no es así. Y esto lo dijo Durkheim: “La tarea de la educación es evitar el peor mal que aqueja a la sociedad, que es el mal del infinito”. Eso es un deseo desbordado que se estrella una y otra vez con la muralla de la frustración.

¿Entonces hay un déficit en la labor de los colegios?

Bueno, estamos en un periodo de tránsito. Lo que pasa es que hemos olvidado que la sociedad chilena logró poner a todos los niños dentro de la escuela recién a fines del siglo XX. Hoy tenemos la generación más ilustrada que nunca hubo en Chile, pero que está en tránsito también. A mí esto me parece el hecho fundamental. La sociedad chilena tiene problemas -baja oferta en protección de la vejez y la enfermedad, una vivencia de desigualdad intensa, entre otros-, pero el hecho fundamental, el combustible de lo que ha ocurrido, es esto que yo estoy mencionando. Es evidente.

Pero la educación no es algo que esté sobre la mesa hoy. El foco está en la nueva Constitución.

El tema de la educación es lento. Estamos en presencia de un fenómeno que no se va a resolver en el corto plazo. Es un ciclo que puede durar tres o cuatro años y que va a tener manifestaciones de diversa índole. Es probable que el debate constitucional tenga un cierto valor terapéutico, particularmente en la élite.

Una catarsis.

Claro, cuando hay este tipo de protestas, una cosa son las causas que la generan y otra es cómo las ordenas cognitivamente una vez que se produjeron. Entonces, hemos ordenado hasta ahora parte importante de este malestar diciendo “lo que queremos es una nueva Constitución”. No es que el anhelo por la nueva Constitución haya desatado lo que ocurrió, sino que es una adscripción de sentido ex-post. El debate constitucional va a tener la virtud de ordenar cognitivamente muchas de estas sensaciones. No las va a apagar del todo, desde luego, y si se despiertan demasiadas expectativas respecto de la cuestión constitucional, lo que va a ocurrir es que va a acechar una nueva frustración. En esto las élites intelectuales tienen un trabajo que hacer: el difícil trabajo de decir la verdad. Porque hoy todos tienen temor a hacerlo.

Narcisos

¿Siente que se ha quedado solo en eso?

No, no, nunca me he sentido solo. Tampoco me he sentido nunca acompañado.

¿Pero ve algo de eso durante esta crisis?

Lo que he visto es que la élite de intelectuales o enmudece por miedo -que es lo que ha pasado en la derecha en general- o se suma con gran entusiasmo a lo que está ocurriendo, apresurándose a tomar partido en vez de tomar distancia y reflexionar racionalmente sobre el problema, intentando comprender, a la luz del saber disponible, del saber acumulado. Yo creo que esta última es la tarea de los intelectuales: hacer el esfuerzo -así uno se equivoque, aunque yo no creo haberme equivocado- de pensar qué puedo yo decir sobre la base del conocimiento que dispongo. Esa es la tarea del intelectual y no sumarse al fervor de la hora para demostrar que uno es una buena persona. Estamos llenos de intelectuales que se han dedicado a sermonear, a hacer discursos de matinal, una y otra vez, a alimentar el fuego de la hoguera. Nada de eso tiene sentido. La tarea es poner una pausa y reflexionar con frialdad y racionalidad acerca de lo que ocurre.

¿Alguien le ha llamado la atención positivamente?

Nadie demasiado.

¿Negativamente?

Tampoco, no vale la pena. Pero todos quieren demostrarse buenas personas, estar del lado de la justicia, del lado del malestar. Y a mí me parece que hay en eso una cierta flojera intelectual, porque la labor de las élites intelectuales es intentar comprender el fenómeno.

He visto también en algunos intelectuales que están en la lucha política hacer un esfuerzo inteligente, creo yo, por adscribir el sentido que ellos consideran correcto a esta protesta. Eso me parece muy bien.

Un Daniel Mansuy, por ejemplo.

Sí, claro, y eso está muy bien.

Cuando uno está en la esfera pública es inevitable que busque el asentimiento, la acogida de la audiencia para la cual escribes. Todos somos narcisistas en algún sentido, pero una personalidad adulta tiene conciencia acerca de la irracionalidad que habita en uno. ¡Por lo menos yo hago ese esfuerzo! Esto de vivir pendiente del teléfono, en espera de una noticia que uno supone importante, de algo que va a llegar y que va a cambiar la vida cuando sabemos que no es así, es una irracionalidad total. Esa es la histeria. La pregunta del histérico, decía Lacan, es ¿qué quiere el otro de mí? No hay nada peor para un intelectual que vivir preso de esa histeria. Pero, desgraciadamente, estamos llenos de columnistas, de personas que opinan, de intelectuales, para qué decir de políticos y periodistas, que están atrapados por la pregunta del histérico.

Desde ese punto de vista, esto puede ser una medición para el nivel de intelectuales que tenemos.

Bueno, ha habido trabajos interesantes, como los de Carlos Ruiz, porque son esfuerzos genuinos por inteligir el proceso social que estamos viviendo. También Kathya Araujo. Lo que a mí no me gusta son estos intelectuales que se suman simplemente al fervor moral de la hora, que lo moralizan todo.

El yo

¿Por qué nunca escribe columnas en primera persona?

¿A quién le interesa lo que yo, como sujeto, con historias personales, con emociones, piense o sienta?

No creo que interese, ni debería interesar. Lo que hay que evitar es que eso que uno es se infiltre en lo que uno dice. La validez de lo que yo digo no tiene que ver con el sujeto que soy, tiene que ver con criterios relativamente impersonales. El razonamiento ad hominem me parece fatal.

¿Y cómo se cruza esto que plantea con lo que se produjo en la UDP cuando los profesores escriben esa carta criticando su diagnóstico sobre los jóvenes que planteó en sus columnas?

Bueno, yo tengo la impresión de que no criticaron el diagnóstico, sino que criticaron el hecho de formularlo. Si hubieran criticado el diagnóstico, yo no tengo ningún problema ni temor a la polémica. Ellos lo que criticaron, no los profesores, sino el grupo de personas que firmó la carta, fue el hecho de que hubiera formulado esa opinión, temiendo ellos que esto lesionara la relación de los profesores con los estudiantes. Es un argumento utilitario que yo no sabía que operaba como control de la tarea intelectual. Y no lo acepto.

¿Es una censura?

No, es un error. Creer que uno deba enmudecer porque a alguien le pueda molestar, irritar, etc. No me parece correcto. Simplemente, no estoy dispuesto a hacerlo.

¿Fue difícil ese momento? Hubo funas al rector.

No, no fue difícil. Yo tengo muy claro que los fenómenos sociales son, en general, transferenciales, o sea, que no es a mí la persona en contra de quien se dirige todo eso, sino la posición que uno tiene.

Pero en este caso es la figura del rector, pero, además, se sabe que el rector piensa que los jóvenes están totalmente lanzados a sus emociones y no respetan nada.

No dije eso, sino que hablé de anomia generacional y es un diagnóstico que comparte una amplísima literatura. Si los académicos piensan que eso es erróneo, lo podemos discutir.

A lo que voy es que en este caso es indivisible Carlos Peña columnista, de Carlos Peña rector. Van contra la figura del rector, pero además saben lo que piensa Carlos Peña.

Está bien. Sí, exactamente.

¿Me está dando la razón?

Sí. Pero para decirlo más claramente: no creo que el rector sea un relacionador público de la institución en la que trabaja. Tampoco que sea un terapeuta de todo lo que ocurre al interior de la institución. Un rector es una persona que conduce una institución tras la cual hay un proyecto intelectual y su primer deber es cuidar que las virtudes que son propias del trabajo intelectual -la ilustración, las reglas del debate racional, la contención de las propias emociones- impere. Así concibo yo el trabajo de rector, que es un trabajo, por lo demás, no es una dignidad. No es el sucedáneo de una persona aristocrática. Es un empleo.

Tampoco se va a sentar en la calle a tomar tecito con las manifestantes, como Ignacio Sánchez.

No quiero criticar a Ignacio Sánchez, pero yo no lo haría, sin ninguna duda. No vale la pena engañarse.

Ud. siempre ha estado en una postura contracorriente en sus columnas. En esta pasada hay mucha gente que dice que Peña ya está a la derecha de Piñera. ¿Qué le pasa con eso?

Nada, realmente. Yo entiendo que el oficio de columnista, que es una parte ínfima de todo lo que hago, está expuesto a ese tipo de reacciones irreflexivas, inmediatas.

Alguien decía en Twitter que se pasó a la oligarquía y hasta se convirtió en su vocero.

Jajajá. Eso es una tontería. Yo no soy oligarca ni por origen ni por anhelo, así que no hay problema.

Juristas, no

Ud. fue a La Moneda a conversar con el Presidente, pero antes de escribir que se volvió inútil.

Sí, y lo que le dije fue lo mismo que he dicho en mis columnas antes y después del encuentro: que el peligro era tornarse irrelevante si no era capaz de asumir una posición que podría resultar incómoda. Incluso, recuerdo que le cité un famoso dicho, que está en la Historias de Florencia, de Maquiavelo, que dice que el gran político siempre se ha expuesto ante el dilema de salvar su alma condenando a su patria, o salvar la patria condenando su alma. Él lo tomó bien, es inteligente.

Ud. lo ha criticado bastante, pero ¿qué tendría que haber hecho? Una cosa es el acuerdo constitucional, que no resuelve todo, pero canaliza cierta demanda.

Tiene una función terapéutica y de reconstruir un cierto vínculo. La realidad de una Constitución en condiciones modernas, donde los vínculos sociales entre las personas ya no se producen espontáneamente, el único camino que tenemos por delante es reconstruirlos reflexivamente mediante el diálogo. Lo que tenemos por delante es una cuestión muy importante, pero más por el proceso de diálogo que conduce a ella que por el resultado.

¿Prefiere convención constituyente o mixta?

Creo que es mejor una convención totalmente elegida, con paridad de género y escaños reservados para pueblos indígenas. El debate constitucional debiera consistir no tanto en una reflexión de juristas respecto de qué reglas redactar, sino más bien en una deliberación acerca de cómo constituir un vínculo entre los chilenos que hoy se experimentan a sí mismos a partir de identidades múltiples. Hay comunidad política allí donde las personas se sienten unidas implícitamente por algún vínculo. Si el debate cae solo en juristas, estamos perdidos. ¿Podemos vivir juntos? Esa es la pregunta que tenemos que responder, que no es mía, sino de Alain Turaine. Si el debate constitucional elude esta pregunta, no va a servir de nada.

¿No se arriesga eso a caer en un asunto medio histérico, emocional, como cantando juntos en una fogata?

No, nada más lejos de mi ánimo que guitarra y fogata… Hay que encarar ese problema con frialdad y con racionalidad. Ese es el esfuerzo, y por eso repito que los intelectuales tienen una labor muy importante que hacer. Contener las emociones y conducir esta gigantesca fuerza colectiva. Aunque eso no merezca el aplauso, aunque tener razón hoy sea mal visto.

¿No cree que haya nada de su diagnóstico que cree que haya fallado?

No creo, fíjate. Lo que he dicho es que este es un fenómeno en el que comparecen múltiples causas y las podemos enumerar: el cambio generacional y la anomia que lleva consigo; una vivencia de la desigualdad que se ha incrementado como consecuencia de desaparecer la fantasía legitimadora que la encubría; una disolución de los vínculos sociales que es propio de las sociedades modernas que están en tránsito; una sociedad que ha ido por delante del Estado. Esos son los fenómenos que yo veo detrás de esto, y todo eso ha catalizado en esta cuestión generacional. No creo haberme equivocado en absolutamente nada.

¿Cómo ha visto el componente de clase en esta crisis?

Las sociedades modernas son sociedades de clase y una sociedad de clase distribuye desigualmente el poder, la riqueza y el prestigio, y legitima esa desigual distribución. Lamento esta noticia para los intelectuales bienpensantes, pero esas son las sociedades. Son distribuciones desiguales de riqueza, prestigio, poder, legitimadas de alguna forma. Si eso es así, es evidente que tras cualquier conflicto hay finalmente un componente de clase.

¿Y tiene que ver con una falla de la promesa de la meritocracia?

Claro, porque la meritocracia es una forma de legitimar ideológicamente la desigualdad. El problema de la sociedad no es la desigualdad, es cómo se legitima. Ahora, un tipo de modernización como el que Chile ha emprendido legitima la desigualdad con la promesa de expansión creciente del bienestar y, por otra parte, con la promesa de la meritocracia, o sea, que los recursos que tú y yo, o nuestros hijos, dependerán del grado de esfuerzo y de talento que exhiban y que sean capaces de desplegar. Y esa promesa meritocrática, que es una mentira noble, como decía Platón, se ha demostrado como lo que es: una fantasía. Y las sociedades se estructuran sobre eso.

O sea, el asunto es saber y aceptar que se actúa sobre eso.

Chesterton desarrolla la idea de que todas las sociedades tienen la estructura de un cuento de hadas y llegan a un punto, donde, como Cenicienta, algunos preguntan por qué tienen que irse a las 12. Y la respuesta es obvia: si no te vas a las 12, el cuento no existe.

Todas las sociedades descansan sobre un tipo de fantasía compensatoria de las asperezas de la vida. Por eso tenemos literatura, política, religión. Entonces, la meritocracia en Chile ha mostrado no tener una estructura que la haga plausible. La gran estructura de la plausibilidad es el sistema escolar y ha ido muy lento en su mejora.

¿Hay algo también de cuento de hadas en lo que se vive en la Plaza Italia, no?

Tiene que ver con la pérdida de vínculo; las personas quieren momentos donde poder recuperar un sentido de comunidad. Y esto es lo que explica el aire carnavalesco, porque la gente quiere estar junta en una cosa lúdica, festiva. Es el anhelo de vivir abrigados por una colectividad que me aleje de la soledad, de este individualismo competitivo que la sociedad moderna me ha enseñado. De alguna manera, los jóvenes hoy día son expuestos a un proceso que se llama individuación. Cuán alegre o triste depende básicamente de lo que tú decidas, de tu propia búsqueda, de tu propio esfuerzo. Eso que parece muy inspirador para una cultura capitalista, puede ser también muy desolador.

¿Cómo se ven los dos años que le quedan a Piñera?

Estamos asistiendo a un cambio de régimen político. Teníamos un régimen presidencial donde la iniciativa del sistema político estaba en manos del Ejecutivo y hoy día lo que yo veo, al menos, es que se traspasó toda la iniciativa gubernamental, incluso transgrediendo constitucionales reglas explícitas, al Congreso. Entonces, el Presidente ha consentido una gigantesca pérdida de poder, trasladando la iniciativa y el centro del régimen político al Congreso.

Quizás no es negativo ese cambio del régimen político.

El gran problema que tiene el presidencialismo chileno, sobre todo en manos de personalidades como la de Piñera, es que acaban confundiéndose con la jefatura gubernamental, con el día a día. Y el Presidente, particularmente si no tiene ningún carisma, como le ocurre a Piñera, acaba desprovisto de toda aura. Entonces, lo que podría ocurrir si pasamos a un régimen semipresidencial es que está la oportunidad para que la figura del Presidente sea más de jefe de Estado y se distancia de la del jefe del día a día.

Pero este cambio de régimen es el precio que pagó, creo yo, para sostenerse el tiempo que resta.

Para salvar su alma…

Que es lo único que al Presidente le interesa.