A dos queridos periodistas: Adioses, entre la escarcha y la lluvia

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Por Alejandro Gutiérrez Barría.
Periodista puertomontino.

Entre la escarcha y el llanto del temperamental invierno en Puerto Montt, de súbito, hicieron sus valijas y para siempre partieron a la Casa del Padre en el cielo prometido.

Dos periodistas, apreciados colegas, fieles testigos del acontecer y perseverantes orientadores del bien, ¡oh, paradoja!, sorprendieron a todos, transformándose en penosa noticia con su inevitable partida a los confines sobrenaturales.

Primero, fue el adiós del periodista Víctor Hugo Aravena Soto, a quien abatió una fibrosis pulmonar, que él combatió con denuedo y valor, pero que no pudo doblegar.

En una etapa inicial, fue un notable promisorio profesional televisivo en el Canal Megavisión en Santiago. Posteriormente, regresó a Puerto Montt, su tierra natal, para incursionar en las Comunicaciones de la Universidad de Los Lagos. Donde no sólo sobresalió por sus capacidades y profesionalismo, sino también por su espíritu fraterno, luminosas iniciativas y cálida convivencia. Como igualmente, Víctor Hugo supo proyectarse a la pasión de su vida: entrenador de fútbol en clubes del balompié amateur puertomontino. Donde espontáneamente aportó su sapiencia, disciplina, ingenio y virtudes humanas.

Más tarde, fue la periodista Betty Rivera Vera, quien -tras dar una valerosa lucha contra el cáncer- se sumió en el sueño eterno.

Ella llegó a Puerto Montt hace unos cuantos decenios, procedente del Archipiélago de Chiloé. Donde había ejercido, con singular desplante, el periodismo escrito y radial durante algunos años.

Acá en nuestro puerto capital regional, compartió sus innegables méritos de gran comunicadora en medios locales: elegante estilo de redacción, olfato periodístico y visión profesional. Lo que hacía resplandecer con un carisma especial, que le abría todas las puertas de la noticia. Y cuya mejor llave fue siempre su honda sensibilidad y solidaridad social, acompañada de una espontánea y mágica simpatía, que no dejaban de delatar su encantadora sonrisa y servicial espíritu. Admiró esas capacidades y grato proceder, aquí en el medio porteño, personal de diarios como El Llanquihue y el Austral, y de radios como el complejo Belén del Arzobispado, entre otras actividades vinculadas a las relaciones públicas.

Mis hijas, siendo pequeñas, conocieron a Betty cuando solían visitar El Llanquihue. Ahora, tras su deceso, una de ellas, Paulina Isabel, hoy profesora, escribió -entristecida- en Facebook: “Bellos recuerdos de la infancia con la Tía Betty, cuando trabajaba en el Diario El Llanquihue Junto a mi abuelo Lucho Jorquera y mi papá Alejandro Gutiérrez. ¡Siempre muy linda, cariñosa, risueña! ¡Que Dios la abrace en su llegada al Mundo Celestial!”.

Justamente, la apreciada periodista estaba ya muy cerca de ese ámbito celeste, luego de incorporarse -con admirable fe cristiana- al quehacer de la Parroquia Cristo Crucificado, donde, desde hace algún tiempo, colaboraba, dinámica y generosa, en las misiones teresianas. Y donde, precisamente, la comunidad le brindó una emocionante despedida a los pies de Jesús en la cruz. Al que Betty sirvió en sus últimos años -con fervorosa fe- a través de la gente más modesta y carente de recursos.

Entre la escarcha y la lluvia del crudo invierno, Betty y Víctor Hugo habían partido, dejándonos su imborrable recuerdo de humanidad, profesionalismo y amor al prójimo. Y para ser mejores, bastará con recordarlos.

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